Desde que tengo uso de razón, la música ha sido uno de los elementos indispensables de mi vida. En muchas ocasiones, conocí el mundo, así como mi realidad, a partir de ésta. Esta bitácora pretende ser un tributo a aquellas canciones, melodías, intérpretes... que me han acompañado durante mi estancia fugaz en este planeta.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Carta de re-presentación.







Para mi familia: por los recuerdos que compartimos,
y por los momentos que aún nos quedan por vivir.



“Canción de días”, mi tercer blog, surge de la necesidad de expresar y compartir uno de los placeres más nobles de la vida: la música, la cual, desde que tengo uso de razón, siempre me ha acompañado.

Primeramente, consideré la posibilidad de que fuera una sección dentro de los otros blogs: Palabras de viento y Cuadernos de sal. Sin embargo, comprendí que requería de un espacio autónomo para desarrollarse.

Desde hace mucho, he tenido la idea de que la música trasciende el idioma. Hay personas que prejuzgan una canción simplemente porque no está en su lengua, y “no la comprenden”.

En el caso de la literatura hay ciertos elementos —el alfabeto, por citar sólo uno— que tienen que conocerse para desentrañar el significado de las palabras. Empero, en la música eso no es necesario. Para disfrutar de la canción, la melodía, la voz, la instrumentación..., ya sea unidas, o bien, separadas, ni siquiera hay que disponer de “buen oído”: basta con tener sensibilidad, y espíritu aventurero para descubrir nuevas opciones. Evidentemente, el estudio de la música, permite disfrutar a otro nivel los elementos referidos.

En mi caso, tengo cierta formación musical —más allá de aquella que adquirí en las “clases de música” escolares: junto a mis compañeros, ofrecí un recital de flauta en la prestigiosa Sala Nezahualcóyotl de la Universidad Nacional Autónoma de México. Estudié órgano durante algunos años tanto en Yamaha como con profesores particulares. (Hago una pequeña digresión para rendirle homenaje a mi madre, quien gracias a su tesón, durante dicha etapa soportó estoicamente todas mis quejas y cantaletas mientras me arrastraba a la academia de música.)

En alguna etapa, llegué a cuestionarme si mi verdadera vocación no era la etnomusicología, ya que los instrumentos, los sonidos... —esos mismos que en el decurso me llevaron a los juegos fonéticos de las palabras— siempre me fascinaron: el folclore, sobre todo.

Cuando escuchaba una canción, no reparaba tanto en la letra como lo hacía con el ritmo y la melodía. Mis sentidos descubrían e identificaban detalles que eran imperceptibles para los demás. Acaso sea por ello que más que tener canciones favoritas, tengo fragmentos favoritos de canciones.



Los años de-formación.

Los recuerdos más lejanos que albergo respecto de la música se remiten a aquellos viajes por carretera al estado de Guerrero, de donde proviene mi familia. A dos destinos en particular: Tlalchapa, lugar de nacimiento de mi padre y mi rama materna, ubicado en la región de la Tierra caliente, y Acapulco, donde mi familia y yo solíamos vacacionar.

Es verdad aquella idea trillada de que uno se aproxima al mundo a partir de sus padres. Éstos nos proveen no sólo de recursos económicos sino culturales con los cuales asimilar el entorno.

Juan Gabriel, Rocío Durcal, Los Tigres del Norte, Maricela, la Sonora Dinamita, Yuri, Los Flamers, Pedro Infante, Los Bukis, Tiberio y sus Gatos Negros, Leo Dan, Los Kjarkas, Oscar Athie, Los Yonic’s, Enrique Guzmán, Acapulco Tropical, Roberto Carlos, Los Terricolas, Joan Sebastian, la música de tríos y la folclórica sudamericana... eran indispensables; así como la regional guerrerense: Alfonso Salgado, Jorge Pérez, Juan Reynoso; el colombiano Aniceto Molina, prácticamente adoptado por el país, y La Luz Roja de San Marcos: los gustos, las chilenas, las cumbias...

Durante la infancia y la juventud conocí buena parte de mi país en la carretera. En compañía de mis padres y mis hermanos, nos embarcábamos en verdaderos periplos —en aquel entonces aún no existían las autopistas que hoy optimizan el trayecto. Así, estuve en Veracruz, Tabasco, Campeche, Yucatán, Quintana Roo, Morelos, Michoacán, Oaxaca, Hidalgo, Guanajuato, Querétaro, Jalisco, Colima, Nayarit, Sinaloa, San Luis Potosí, Nuevo León... Incluso durante una de estas odiseas terrestres cruzamos la frontera, y llegamos hasta San Antonio, Texas.

La Banda Blanca, Wilfrido Vargas, Los Ángeles Negros, Richard Clayderman, Fito Páez, Luis Ángel, Patxi Andión, Vicente Fernández, Creedence, Roberto Jordan, Pandora, The Carpenters, Carlos Vives, Ace of Base, Neil Diamond —el cantante preferido de mi padre que en mí no arraigó—... nos acompañaron en el camino.

En cuanto a “mi música”, por llamarla de alguna manera, los primeros discos fueron: Rondas infantiles, Enrique y Ana, Topo Gigio, Cepillín, Katy la Oruga, Odisea Burbujas, Los pitufos... ¡Ah, recuerdo cuánto me llamaban la atención aquellos discos de colores!

Sin embargo, mi primera predilección por algún tipo de música se reflejó en la instrumental. Más que compositores y ejecutantes, disfrutaba de los temas: “El mar”, “El amor es triste”, “Se busca”, “Tema de Romeo y Julieta”, “El padrino”... ¡Todos los interpreté algunos años después en el órgano!

Hoy, con el tiempo, puedo hablar de nombres: Ken Griffin, Franck Pourcel, Percy Faith, Andre Kostelanetz, Ray Conniff, Glenn Miller...

José Luis Perales y Mocedades son dos intérpretes determinantes en la adolescencia. Guardo nítidamente la memoria de escuchar los discos de acetatos en el tocadiscos de la planta baja de la casa de La Noria, Xochimilco.

En algún momento que no recuerdo con precisión, aparecieron The Beatles. Aun hoy poseo los casetes de los álbumes de Help y The Beatles: Past Masters, y los discos compactos, With The Beatles y Let It Be. Posteriormente conseguí un mp3 con todas sus canciones.

Recuerdo que mi madre, mis hermanos y yo solíamos recoger por la noche a mi padre, quien trabajaba en la colonia Polanco. Alguien le grababa música en unos casetes blancos que se conservan en algún lado. Así escuché por primera vez a los Hombres G, Mecano, Enanitos Verdes...

Los “grupos juveniles” —punto irrefutable para asimilar el transcurso del tiempo— que seguía, eran Maná, Caifanes, Café Tacuba...; además de lo que años después se denominó como “Rock en español”, que abarca a las décadas de los setenta y ochenta.

Las composiciones del cantautor, Salvador “Chava” Flores, a partir del disco “Censurado”, interpretado por Jorge Macías, me descubrieron el alcance del “mexicano” —no del español, aclaro. Posteriormente conocí sus canciones populares, donde la idiosincrasia de mi país se evidencia: “Cerró sus ojitos Cleto”, “¿A qué le tiras cuando sueñas mexicano?”, “Sábado Distrito Federal”... Una de las influencias más identificables de mi escritura.



Los sellos y las estaciones radiofónicas.

Durante los ochenta, a diferencia de muchos de mis contemporáneos, a quienes determinó la estación Radioactivo 98.5, yo fui más tradicional. Escuchaba “música pop” en español tanto en Estéreo noventa y siete siete (97.7) como en Digital 99 (99.3). Asimismo, canciones de los setentas y ochentas en Universal Stereo —que en aquel entonces no estaba en 92.1 sino en 107.3. Después hubo una estación llamada Pulsar (90.5), si no mal recuerdo, a la que me aficioné hasta que desapareció.

Actualmente escuchó Alfa (91.3), Mix (106.5) y Universal (92.1): música que va desde los sesentas hasta la actualidad. Y he descubierto algunas estaciones del Instituto Mexicano de la Radio. También he sido radioescucha asiduo de estaciones deportivas.

A mis treinta y un años, aquellos cantantes han devenido en “gustos culposos”: Timbiriche, Flans, Alejandra Guzmán, Emanuel, Mijares, Lucero... que, sin embargo, son “anclas en el tiempo” que me remiten a otra época.



La música del mundo.

Solía asistir al Centro Nacional de las Artes —concretamente a la Biblioteca de las Artes— y pasar horas en sus cubículos, escuchando el acervo de música del mundo del que disponía la audioteca, en tanto leía los libritos de que se acompañaba. Seleccionaba los nombres de las canciones que me llamaban la atención, y los anotaba. Posteriormente, llevaba mi cinta —cassette—, y le señalaba al encargado qué pistas quería que me grabara —yo habría querido que me copiara el disco compacto íntegro, pero no se permitía. Algunos días después, recogía la cinta.

De aquella época data mi encuentro con figuras como Cesária Évora, Vasílis Tsitsánis, Nusrat Fateh Ali Khan..., sin saber quiénes eran realmente, ni lo que significaban para sus respectivas culturas.

La radio “no comercial” nutrió mi conocimiento musical. Escuchaba los sábados —si no mal recuerdo a la una de la tarde— Radio UNAM, que programaba y transmitía discos completos, los cuales yo grababa en cinta. Ahí escuché más ampliamente a Jacques Brel —de quien ya conocía su inmortal interpretación de Ne me quittes pas, No me abandones en la Alianza Francesa de San Ángel—, uno de mis cantantes imprescindibles. Y así conformé mi colección de música del mundo: Oliver Mtukudzi, Geoffrey Oryema, Salif Keïta, Lida Gulescu, Gal Costa, Milton Nascimento, Afro Celt Sound System...

Otro programa fundamental fue Babel, que se transmitía los domingos por la frecuencia 88.9 —Azul 89—, conducido por Bernardo Jansenson. Gracias a éste, conocí el sello Putumayo que fungiría como antología —haciendo un símil con la literatura—, y del que partí para ampliar mi bagaje musical: Ofra Haza, Glykería, Altan, Giórgos Ntaláras... Posteriormente, también se difundió música de National Geographic.

La adquisición de música de mi parte coincide también, creo que no fortuitamente, con el descubrimiento de la literatura “comprada” —para diferenciarla de la “leída”. En la librería Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo adquirí tres discos compactos de la colección Horizons de Ans Records: Israel: Biblical Songs; Greece & its dances; Portugal & fado.

Dichos discos —sobre todo, los dos primeros— me trascendieron. Por ejemplo, del primero que contiene textos bíblicos, “cantaba las canciones”. Como aquellos loros que aprenden lo que se les dice, repetía lo que escuchaba, sin saber qué significaba. Sin embargo, me apropié de dichas piezas. Así fue como el hebreo se convirtió en mi imaginario personal en la lengua de las “jotas” —al menos fonéticamente.

El segundo disco, el de Grecia, era totalmente instrumental. A pesar de ello, hice mías varias pistas. Me resultaban asombrosos los sonidos que producían los instrumentos griegos. Incluso mi madre me pedía constantemente que lo reprodujera, y yo la complacía gustoso.

Tiempo después, compré un disco del sello francés, Atoll Music: Toutes les musiques du monde, Turquie: Todas las músicas del mundo, Turquía, en cuya portada aparece la Mezquita Azul del Sultán Ahmed, y la contraportada son los derviches giróvagos sufíes.

Gracias a este compilación conocí a Zeki Müren, Cem Karaca, İbrahim Tatlıses, Ümit Besen...
Ahora que rememoro esto, creo que no fue casual que el primer viaje en el que me embarqué fuera a Grecia, Turquía, Israel y Egipto. Algo se había comenzado a gestar entonces.

Sin embargo, el sello que me permitió expandir mi horizonte es Laserlight Digital, en su colección International Passport, Pasaporte Internacional. Discos de cincuenta y cinco pesos mexicanos que adquirí, poco a poco, en mi calidad de “estudiambre”, estudiante, sobre todo en las tiendas de Mixup: música italiana, brasileña, jamaicana, irlandesa, alemana, rusa, africana, griega, escocesa, rumana, húngara, búlgara, chilena...

Otra disquera excelente, pero cuyos discos son costosos, es Real World. Tengo, por ejemplo, el álbum Real Sugar del músico bengalí Paban Das Baul, donde también colabora el inglés Sam Mills.

Hay varias canciones que figuran entre mis favoritas, y que desconozco totalmente, ya no digamos quién las interpreta, sino cómo se llaman. Sin embargo, al mismo tiempo, esto le otorga un toque de misticismo: oralidad anónima. Asimismo, atesoro cintas sobre las cuales apenas dispongo de alguna referencia: Chants Luba, Cantos Luba del Congo; otro donde canta una mujer en japonés, y del que gusto mucho, que me regaló mi amigo, José Manuel Yamamoto...



La música clásica

Si hay un apartado donde siento que aún me falta mucho por aprender, es la música clásica. Escuché a Beethoven, Bach, Chaikovski, Schubert, Chopin, Vivaldi, Bizet, Händel, Ravel, Mozart, los Strauss... en obras baratísimas de sellos como Onyx Classic y Strato Digital Classics, y recopilaciones como 100 Masterpieces of Classical Music de Time-Life. En México esta música es despreciada comercialmente —e idolatrada elitistamente—, y se pueden comprar discos compactos hasta por veinte pesos: ¡un euro, aproximadamente!

La ópera es la deuda musical más grande que tengo conmigo indudablemente, la cual espero saldar con prontitud.



La época universitaria y los idiomas.

En la universidad, durante una clase de francés, supe del cantautor franco-italiano, Francis Cabrel. La canción era: L’encre de tes yeux, La lágrima de tus ojos. Pero sobre éste me gustaría ahondar en otra ocasión, ya que mi historia respecto de su música es muy particular.

Cuando cursé la primera parte de la carrera de (Defi)Ciencias de la Comunicación en la Universidad del Valle de México, plantel Tlalpan, junto a un amigo, Julio Caire, transmitíamos un programa radiofónico en la estación universitaria, llamado “El peregrino”, el cual solíamos grabar previamente. Se trataba de un “espacio de viajes musicales”, donde también leíamos poemas en otros idiomas. Recuerdo que hicimos uno en alemán.

Un profesor de francés, congoleño de nacimiento, Ngoyi Ndamamba, quien había sido misionero y vivía en Tlatelolco, me obsequió con una cinta cuya inscripción decía: Wenge musica. Hasta hace poco me enteré de que era un grupo y no un género musical.

En este período, en que se intensificó mi interés por otras lenguas, además del conocimiento inherente a las clases, la relación con los profesores me enriqueció: algunos grupos y canciones alemanes contemporáneos; el descubrimiento de Mecano y Miguel Bosé cantando en francés; el deslumbramiento ante una grabación de música griega antigua, donde los coros y los golpes del cayado evocaban las tragedias de Sófocles, Esquilo y Eurípides...

De este modo, los idiomas están íntimamente relacionados con la música, ya que, incluso más que la lectura o el cine, los cantantes me facilitaron su aprendizaje.



Mis músicas.

Indudablemente, dos músicas me apasionan: la irlandesa y la griega. Después de la música mexicana, son las tradiciones que mejor conozco: grupos, cantantes, canciones, géneros...

De la primera, Enya —de quien pronto contaré cómo la conocí—, Altan, Clannad, Los dublineses... Y de la segunda, mis admiradísimos Yanni y Vangelis; mis fieles y entrañables compañeros: Giórgos Ntaláras, Glykería y Michális Xatzigiánnis.

Curiosamente, a partir de la música helénica me he acercado a otras idiosincrasias: la israelí, la libanesa, la turca, la portuguesa, la balcánica, la persa..., merced a la estrecha colaboración que existe entre los artistas de esta región.

Otra tradición de la que disfruto sobremanera es la de lengua francesa: Jacques Brel, Francis Cabrel, Georges Brassens, Yann Tiersen, Claude Léveillée, Edith Piaf, Patricia Kaas...

La agrupación portuguesa, Madredeus, el flautista rumano, Gheorghe Zamfir, el cantante israelí, Boaz Sharabi, el músico turco, Ömer Faruk Tekbilek, el compositor bosnio, Goran Bregović... son sólo algunos de los artistas que me hacen más llevadera la existencia.



Para finalizar y comenzar...

Música, literatura y viaje son tres de los cuatro ejes sobre los que descansa mi vida —el otro es el ejercicio: están concatenados. Sin uno no se entiende el otro. Eso lo he comprendido a lo largo —y corto— de los años.

Mi origen latino me ha acercado a ciertas culturas —ya por idioma, ya por idiosincrasia—, y naturalmente me ha alejado de otras.

En mi propio país, la diversidad musical es vastísima por sí misma —sin mencionar la influencia de otras tradiciones como la cubana.

La liturgia religiosa, los grupos norteños de los restaurantes, los juglares callejeros del transporte público, los recitales públicos... Yo soy parte y consecuencia de ello: soy un cúmulo de diversas idiosincrasias, caracteres, influencias, contradicciones..., quien se ha preocupado por subsanar sus carencias, estando siempre abierto a conocer nuevas propuestas.

Si bien es innegable que los géneros musicales son la manifestación de la personalidad de un grupo de personas —la cual frecuentemente se malinterpreta, hasta el grado de volverse “clasista”—, éste es un prejuicio de la sociedad, y no de la música.


Como lo expresé al principio, espero que este espacio sea un punto donde converja con otros melómanos —que no megalómanos.

Ojalá disfruten de la música y lo que se genera a partir de ella, y enriquezca su visión del mundo como lo ha hecho conmigo.



César Abraham Navarrete Vázquez.
Ciudad de México, Miércoles, 09 de mayo de 2012.

2 comentarios:

  1. Querido César;

    Son muchas, muchísimas, nuestras afinidades musicales. Quiero simplemente hacerte llegar mis mejores deseos en el comienzo de esta aventura musical.

    Un abrazo y hasta pronto

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  2. -Muchas gracias, mi querido amigo. Un abrazo.

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